Francis Ford Coppola, el genio detrás de El Padrino, regresa con Megapolis, una película que promete mucho pero entrega poco. Su ambición: unir la Roma del año 100 d.C. con la Nueva York moderna. ¿El resultado? Un desastre cinematográfico.
La idea es fascinante. ¿Qué tienen en común Roma y Nueva York? Según Coppola, el colapso de ambas civilizaciones. Pero lo que suena increíble en papel, se desploma en la pantalla. Los personajes, que deberían representar la decadencia y grandeza de dos épocas, no funcionan. Son planos, sin alma. Parecen sacados de una novela mal escrita, no de una obra épica.
La producción es visualmente atractiva, pero no logra tapar las costuras del guion. La atmósfera no conecta. Roma y Nueva York parecen dos mundos que nunca se cruzan, y todo se siente forzado. No hay fluidez. No hay vida. Todo parece un intento fallido de recapturar la magia del pasado.
Y eso es lo más inquietante. Ver a un maestro del cine, como Coppola, perdiendo el control de su propia creación. Megapolis no es solo una metáfora sobre la caída de imperios antiguos. Es el reflejo de la caída de su propio imperio cinematográfico.
Sin embargo, lo más interesante es que Megapolis no se siente como un fracaso total. Si observamos de cerca, la propia película parece consciente de su destino. Es como si Coppola supiera que el colapso que retrata en pantalla es también el suyo, y se deja llevar por él. El cineasta se convierte en parte del propio fracaso que la obra representa. Megapolis es tanto la caída de Roma como la de Coppola mismo, y en ese sentido, es una obra inquietante, casi profética.
En resumen: Coppola, como Roma y Nueva York, sucumbe ante su propia ambición. Megapolis es la prueba. Un intento épico, pero un fracaso que, de alguna manera, se convierte en su propio triunfo simbólico.
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